EL MISTERIO DE LAS CAJAS CHINAS. José María Parreño
Es un espacio, una habitación de lados, suelo y techo negros, cuya pared del fondo, en toda su extensión, es un ventanal abierto al exterior, a campo abierto. Por él entra la luz, potente y uniforme, que ilumina la estancia. En la habitación hay en ocasiones un montón de ropa o un cajón con trastos de informática o algunos, diversos, personajes. Es difícil hacerse idea de las dimensiones de ese lugar, que según el elemento colocado en el primer término parece más grande o más pequeño. Tampoco podemos estar seguros de la naturaleza del plano del fondo: un muro de cristal sobre el afuera, una fotografía retroiluminada o incluso una pantalla en la que reverbera una proyección. Solo una rarísima conjunción de arquitectura y geografía haría verosímil el conjunto de dentro y lo de fuera. En su mayoría son construcciones de ficción, ilusorias. Habitación y vista pertenecen a categorías opuestas. Atendiendo a la lógica del cuadro, la estancia “real” se contrapone con la representación, una pintura o una imagen, fotográfica o electrónica, de un paisaje. El recurso del cuadro dentro del cuadro tuvo su origen en la pintura flamenca del siglo XVI y poco después en la española, antes de que acabara el siglo. En estos casos los dos mundos que se contraponían no eran sólo lugares distintos sino planos ontológicos diferentes. En el bodegón de Pieter Aertsen o en las escenas domésticas de Velázquez se nos mostraba una estancia en la que colgaba un cuadro o se abría una ventana que evocaba otro lugar, pero no sólo eso: era una escena bíblica perfectamente escogida, que comentaba la escena “real”. En el plano profano estaba incrustada una escena sagrada. Así, la realidad cotidiana se contraponía con una realidad que la doctrina proclama como aún más real, una verdad última o trascendente.
Que me disculpe el lector por tan pedante disertación. Estoy seguro de que Amadeo Olmos ha pintado estos cuadros sin tener nada de lo dicho en la cabeza. No creo que haya pintado la naturaleza que vemos al fondo como representación de una realidad última o sagrada, que permanecerá cuando cachivaches electrónicos, dados, cubos de pintura y golfista hayan desaparecido para siempre. Creo más bien que lo ha hecho como continuación de sus indagaciones sobre la representación realista y su conjunción con la geometría. Hace años ya que nos demostró una abrumadora capacidad para crear las más convincentes ilusiones. También nos hizo ver que eso le resultaba insuficiente porque, en verdad, lo visible es sólo un aspecto de la realidad. Leon Battista Alberti, en pleno Renacimiento, comparó el cuadro con una ventana. A mediados del siglo XX Magritte la hizo añicos, para recordarnos que aun roto el cristal, la realidad seguía detrás. Hoy sabemos que la llamada realidad no es más que el límite con que nuestros sentidos tropiezan cuando quieren explorar el mundo. Amadeo juega con ambas ideas en estos cuadros y añade alguna propia.
Hace algunos años Umberto Eco sugirió que el museo del futuro bien podría ser el museo de un solo cuadro. Me acordé de ello en relación con este proyecto de pintura en la cárcel. Un pequeño cuadro en cada una de las celdas. Un cuadro que representa un espacio asfixiante, encerrado como un preso solitario, en estas habitaciones que son la materialización misma del encierro. Cuadros que evocan las fronteras entre lo real y lo ilusorio en un lugar donde lo ilusorio fue imprescindible para soportar lo real. Un juego de cajas chinas, cada una dentro de otra y esa de otra. Aquí los espectadores nos encontramos en una estancia no tan diferente a la del cuadro y fantaseamos con que alguien podría estar mirándonos mirar hacia la pared del fondo, en la que hay un cuadro donde unos espectadores miran hacia la pared del fondo. La cuestión, quizás, no es sólo o no es tanto si lo que miran los personajes de los cuadros es real (ya sabemos que no) sino si somos reales nosotros. Presos en la celda de nuestras propias ideas, condenados cada unos a nuestra propia edad, seguimos cavilando.
José María Parreño