IN THE PAINTINGS OF AMADEO OLMOS. Luis Javier Moreno

Tête-Bêche D12,2005 · Mixed media/panel 25×25 cm

(Inventario de modos; a su tiempo, en su espacio)

Uno

No queda ya ni rastro de la nieve que hubo
y la pujanza verde de la hierba
se extiende a la llanura y la renueva.
Horacio, IV

Cuando se abren en mayo las más tempranas rosas,
suele callarse el mar. El sol, afianzado
en la crecida del calor y luces,
da nuevo resplandor a la chatarra
de los coches pintados de Amadeo,
abandonados ante los rosales
en la forma quebrada de su carrocería…

Son un resto perdido, una vánitas triste,
que disfrutaron su veloz carrera
derrotando al espacio y al tiempo en los raíles
de tantas autopistas prodigiosas.
Ahora son un deshecho que rescata el pintor
(como lo fueron antes y lo serán siempre,
el sol, las rosas, la marea sonora)
con más intensidad, mayor modestia,
en el brillo estirado de sus lienzos:
un acta del pasar irremediable,
de la avidez de plata que tuvieron
esos sofisticados artefactos
que hoy camuflan los pinos (¿los camuflan?),
en su brillo y su sombra y los traspasa
en la pintada luz que corresponde
al árbol en invierno, una adecuada
estación para viejos automóviles,
entre la mansedumbre del paisaje
en el extremo azul de la pintura,
que recoge el poema… ¿Lo recoge?

Dos

Recuerda el mar, de pronto,
los nombres de todos sus ahogados.
se extiende a la llanura y la renueva.
F. García Lorca

Si el mar (¡el mar!) renace y recomienza
es porque siempre y antes
entrega en las arenas de las playas
su espíritu de espuma azul y blanco…
son los momentos en que el mar recuerda,
uno por uno, el nombre de todos sus ahogados
y les llama, para que se presenten
y den su testimonio de que el agua les quiso
y en la marea baja dejó sólo cadáveres
ceñidos a la arena entre carnosas algas,
sin sangre, que desnudas les rodean
desde el fondo abisal donde las algas,
a los muertos por agua les visten y dan paz,
la paz de la pintura azul, verde, gris claro
de las claras marinas de Amadeo
en las que los difuntos no aparecen
porque el mar amoroso que los quiso
les privó de su aliento
para poblar sus islas venturosas.

Tres

Hay quien tiene destinos señalados
y yo puedo caerme hacia esa parte,
y puedo imaginar, y hasta creérmelo,
que podrá la verdad esconder mis mentiras.
Robert Lowell

El esquema esencial de un escritorio
cuenta con la madera fragante del enebro,
con el estaño, a veces, de un tintero
con cuya tinta de color las voces
juegan sobre el papel una partida
de palabras que surgen desde el centro
de la rosa, ese centro
del que nace su rojo corazón:
una imagen del mundo y cielo íntimos,
mientras observa, cómo lo hacen las flores,
la guerra de los nombres insondables
sobre la tabla de los escritorios
del autor que desea en sus cuartillas
arrastrar los suspiros, la armonía
del reino de este mundo en las venas del sílice
(que no pesa y es blanco), del nombre de las flores:
caléndula, celinda, cinia o nardo…
Pero las flores rojas, amarillas,
blancas, que dieron su color al lienzo,
sus pétalos tirantes a las formas,
no tienen ojos para verlo y mústianse.

Testigos son los mudos invitados,
personajes de algunos cuadros suyos,
ante el limpio raspado de las telas,
tras las ramas peladas y el color de unas voces
que no son pronunciadas, las cortinas
que separan las nubes de las mesas
y las apoteosis de las llamas
sobre el lar rojo de la chimenea…
Son unos personajes persuadidos
de que deben las cosas su belleza más rara
a las horas extrañas en que son conocidas.

Cuatro: mi retrato

Yo en cambio soy abeja del Matino
que los tomillos liba laborioso
entre los bosques, donde con paciencia,
escribo en mi modestia, con esfuerzo,
mis propios versos minuciosamente.
Horacio IV, 2.

Estoy donde me has puesto: ante la forma
yacente y alargada de nuestra Mujer Muerta
aguardando expectante,
la mutación del virus de la gripe.
Amo este sur de frío y amargura,
la fuerza de la roca,
los valles solitarios, nemorosos,
que quiero y me saludan
en la forma cortés de la rutina
de los buenos modales.
Sé que estos son mis días de diciembre
en que nunca es cansado ver la nieve,
mis mismos días en sus tonos grises,
blancos en invierno, algo rosa al ocaso
de los tejados curvos, curvo el tiempo
del contorno febril de los lugares.

Es así la belleza, así la forma
en que mis agrios pensamientos tejen
su propia muerte mientras les observo.
¡Es tan maravilloso cuanto muere
contra la luz del azafrán del alba!
Ahí percibo el desastre fluyendo por mis venas,
todo cuanto la noche pudo darme
en la tibieza oscura de mi alcoba,
cerrados los balcones al invierno y al frío.

Recibida la tarde y sus memorias,
me decían adiós según el modo
cortés de la rutina de los buenos modales…
Mi apariencia de dicha en el retrato
fue, creo, una cuestión de estilo.

Luis Javier Moreno