MÍMESIS Y PERVERSIÓN. Jesús Mazariegos

Azul 7, 2008 . Óleo sobre lienzo 50×50 cm

La historia de la pintura podría resumirse en el doble empeño de conseguir que lo ficticio parezca real y lo contrario, es decir, acabar con el ilusionismo y poder volver a ver la pintura. El primer objetivo logró espectaculares avances en el siglo XV al alcanzar la ilusión de profundidad mediante la perspectiva. El segundo fue puesto en marcha por los impresionistas en la segunda mitad del siglo XIX y culminado a mediados del siglo XX por los expresionistas abstractos americanos.

Del mismo modo que en la pintura abstracta y plana hay una tendencia a ver distintos grados de profundidad, espacios, incluso figuras, es decir a intentar descubrir en ella la naturaleza, en la pintura figurativa resulta prácticamente imposible percibir sólo formas y colores pero sin reconocer los objetos; lo normal es verla como un trasunto de la realidad.

Sobre estos temas, obvios por otra arte, debe haber meditado largamente Amadeo Olmos y ahora expresa su reflexión mediante su propia pintura. Es ésta una pintura meditada y reflexiva en la que el autor plantea diversos enigmas y apunta distintas salidas que no siempre son las esperadas. Cada cuadro representa un determinado asunto y sobre él hay una cita que puede consistir en un pequeño cuadro dentro del cuadro o tratarse de uno o varios elementos geométricos. En la forma en la que estas citas se relacionan con el fondo está la clave de lo que el pintor quiere transmitir. Ahora bien, Amadeo se explica de una manera silenciosa y sutil, refinada hasta la perversión, provocando en el espectador una perplejidad inicial que le obliga a hacer una reflexión activa sobre lo que está viendo, iniciando así el camino para comprender mejor los problemas relativos a la mímesis, es decir, a la relación entre el arte y la realidad.

La idea central que estos cuadros expresan es la afirmación de la autonomía de la pintura con respecto a la realidad y la defensa del carácter ficticio y plano de la primera. En la obra de Amadeo, el primer pilar que sostiene estos postulados es la monocromía.

Una de las primeras historias que inciden sobre la mímesis como principio del arte, es el duelo entre los legendarios pintores griegos Zeuxis y Parrasio, contado por Plinio el Viejo en el siglo I d. C. Sucedió que Zeuxis pintó un niño comiendo uvas y los pájaros acudieron a picotearlas, lo cual hizo pensar a propio Zeuxis que pintaba mejor las frutas que los niños, pues los pájaros no tuvieron miedo del niño pintado. Cuando Parrasio mostró su obra, Zeuxis le rogó que descorriera la cortina que la ocultaba y Parrasio le dijo que se acercara para comprobar que su cuadro era precisamente una cortina pintada.

Desde entonces, la historia del arte ha dado numerosas y variadas lecciones sobre la noción de ‘mímesis’, complicando sutilmente los distintos grados de ficción de una determinada imagen. Sólo en la obra de Velázquez hay varios ejemplos conocidos, como la ventana-cuadro de Jesús en Casa de Marta y María, la composición-corazón de La Coronación de la Virgen, el tapiz-realidad de las figuras de Minerva y Aracne en el fondo de Las Hilanderas y, sobre todo, el cuadro de Las Meninas representando al propio Velázquez pintando ese mismo cuadro en presencia del rey, cuyo lugar en la realidad es el mismo que ocupa espectador. Todos ellos son auténticos bucles conceptuales, comparables, en la elegancia de su planteamiento, a los que el pintor Amadeo Olmos desarrolla en esta exposición de la galería Nuble.

Los cuadros de Amadeo son la parte visible de una profunda reflexión sobre la pintura como ficción de lo real y como representación de lo pintado, de lo que ya es ilusorio. Ahí está, para empezar, el bello homenaje o guiño a Lucio Fontana, a mi juicio, cargado de ironía, donde Amadeo, en serio y en broma, da una vuelta de tuerca más a la audacia del italiano.

En el cuadro en el que aparece una mujer de espaldas ante una cortina verde, hay cuatro esferas rojas y transparentes cuyo tamaño crea la sensación de lejanía en las más pequeñas, no sabiendo si alguna, todas o ninguna forman parte del espacio en el que se encuentra la mujer o si pertenecen a una realidad que se interpone entre el cuadro y el contemplador.

En aquellos casos en los que un rectángulo o un círculo se superponen, aparentemente, sobre la superficie del cuadro, aparte de la disparidad de escalas y tras la duda inicial, se deduce el carácter plano del fondo, tanto si el elemento menor se considera delante, como si se supone que está detrás y es visto a través de un hueco.

Pero el recurso más refinado, al tiempo que convincente, se puede ver en aquellas obras en las que la sombra del elemento superpuesto se proyecta sobre el fondo sin deformarse, evidenciando el carácter plano del mismo.    Aún maneja Amadeo un recurso más, un recurso-límite que evoca otros límites marcados por Malevitch o por el propio Fontana. Me refiero al trampantojo que simula un hueco cuadrado recortado en la superficie del cuadro. Dentro del alto grado de conceptualismo que encierra esta pintura, se trata de una reflexión que la propia pintura hace sobre sí misma, lo que permitiría hablar de metapintura.

Pero el arte de Amadeo Olmos no solamente es eso. Su gran mérito es hacer una especulación teórica sin esclerotizar las formas, creando obras de una notable belleza y no exentas de misterio. Los temas que desarrolla podrían ser otros pero en modo alguno son aleatorios. Hay aquí también una dualidad que surge de distinguir los ambientes domésticos por un lado y los parajes exóticos y románticos por otro. Pero lo más interesante es que ambos lugares, por el singular tratamiento de la luz, poseen el mismo halo de misterio, de modo que los espacios domésticos, las estancias en penumbra o las camas desordenadas, bañados por esa luz tenue e indecisa, parecen escenarios tan propicios a sucesos románticos como la espesura de un bosque o el borde de un acantilado. En esas estancias y en esas camas, se podría recibir la visita de un fantasma, cometerse un crimen, planear un suicidio o desatar la más tórrida de las pasiones amorosas, con el mismo fatalismo e idéntica violencia que al borde de un precipicio, en la espesura de un bosque atardecido o junto al estanque de un jardín decadente y solitario.

Jesús Mazariegos