RAÍZ QUE VUELA. Ramón Mayrata
Hay una deriva, un ir sin rumbo de las imágenes desterradas de su propio contexto, errantes en busca de signos de reconocimiento e identidad. En los cuadros de Amadeo Olmos, hombres y plantas se abren paso fuera de su medio. El fondo del imaginario actual no es un fondo de paisaje, es un fondo de imágenes. La pintura de Amadeo Olmos refleja esta situación. Somos espejo. Miremos donde miremos, hace mucho que ya no encontramos imágenes. Son ellas las que nos encuentran.
Es lo que podríamos llamar una verdad, sin realidad. Pienso en una nevada sobre una profunda sima. ¡Qué extraña sensación! Un amigo ruso me relató su renovada sorpresa cuando, cada primavera, el deshielo hacía aflorar la cruda presencia de un balón, de una bicicleta, de un banco o de una llave inglesa en el jardín de su casa de Udmurtia. Sobre nosotros nunca dejan de nevar imágenes que en lugar de representar el mundo, lo cubren y desfiguran. Hemos terminado viviendo en un universo de imágenes creadas por nosotros mismos y que hemos renunciado a descifrar.
Esta inversión de la función de la imagen puede considerarse una forma de idolatría contemporánea. La pintura de Amadeo Olmos refleja esta situación, pero no permanece impasible ante ella. Olmos apaga el resplandor de la fascinación por la iconografía del cine o de la prensa cuyas imágenes confina en el fondo del cuadro. Fondos de figuras de seres humanos que sustituyen al paisaje, que convierten sus rostros en celajes y en montañas los pliegues de sus vestidos. Tienen algo de fotograma sorprendido, de película detenida donde no arde el sol ni brilla la luna. Inmovilizar una figura en una imagen fija, significa paralizarla en un instante. Extraña prisión, «trágico silencio de un mundo detenido de improviso» que describió Papini en El espejo que huye.
Las figuras están descontextualizadas y obligan al espectador a formular preguntas. Como la mayor parte de los personajes de carne de imagen o carne televisiva, que cada día nos acosan, han perdido su identidad al convertirse en un objeto visual. ¿Qué les sucede? ¿Dónde van? ¿De dónde vienen estos seres que no son indigentes ni marginados? Ni personas concretas. Son seres anónimos, desconocidos, los que forman estos paisajes de figuras mediante los que Amadeo Olmos transforma las imágenes en pintura. ¿Cuál es el misterio que hay detrás del cuadro? Ninguno. Las imágenes no encubren lo que representan, pero el misterio sigue intacto. El misterio es el cuadro. O la pintura. Pintura consciente de relatar imágenes para deshacerlas, pintura que combate con las imágenes, pues Olmos es simultáneamente un contemplativo y, como todo verdadero artista, un iconoclasta.
¿Porqué la presencia de esos seres de los que nada se sabe? ¿Porqué la presencia de una planta o una rama? La naturaleza se introduce en el espacio del cuadro con la fascinación de un intruso y la intimidad de una planta de interior donde la vida se rehace. Aparentemente los universos humano y vegetal coexisten sin mezclarse. Pero descubrimos inesperadas y admirables semejanzas entre las formas de las imágenes humanas y las formas de las plantas. Como el personaje de Sebald que en las primeras páginas de Austerlitz reconoce, en la mirada de las aves nocturnas del zoo de Amberes, la expresión apesadumbrada y la mirada inútilmente penetrante de las víctimas de los campos de concentración, Amadeo Olmos sorprende en una montaña, en una rama, en una camisa o en un rostro los mismos perfiles. No dibuja una melena como un río, como hiciera Leonardo. Encuentra similitudes de formas que misteriosamente la vida convierte en entidades distintas. Hay ramas en los cuellos, piernas en las ramas, arcos arquitectónicos en las hojas combadas, una perfecta cúpula en una planta sorprendida en el aire. A veces el eco de una forma en otra es más forzado: como el nudo en el abrazo. Otras la contraposición de formas y el paralelismo en el espacio entre el universo vegetal y humano es sutil: un simple cruce de diagonales.
Su planteamiento es abstracto, aun cuando conserve un aspecto representativo. Por eso no es menos visible lo invisible. Esos trozos de lienzo no pintados, prodigiosos como un manto; esas formas que prosiguen bajo la tela como raíces sin mirada que rebosaran tiniebla en la obscuridad. El silencio es espacio. En él se producen esas afinidades sorprendentes y, también, oposiciones significativas como en *Sin título, 12, donde un árbol y un ser humano – ambos con entidad de personajes – se confrontan con extrañeza.
El espacio del cuadro, su lógica interna, su realidad y no sus imágenes, es lo que permite que convivan ambas esferas. Hombre y rama, arquitectura y rama, las diversas formas de penetración de las formas en el espacio, en lo no pintado, en el silencio, al encajar en el cuadro comienzan a sentirse en su verdadero lugar en el mundo: en todas partes y en ninguna. Nuca de árbol, tobillo de rama, columna de brote, hoja de labio, las relaciones e insinuaciones que manifiestan entre sí las imágenes de uno y otro orden constituyen el tema de estos cuadros donde las imágenes de las plantas, de las arquitecturas y de los hombres se invaden, se afrontan, se solapan y se descifran.
Al principio de estas páginas hablaba de ese ir y venir de las imágenes sobre el hombre actual, que se proyectan sobre nosotros y proyectamos indescifradas como espejos. Las visiones de Amadeo Olmos son consecuencia de una distinta actitud que cuestiona las imágenes sin ironía, ni dramatismo, con extraña calma. Pocas personas poseen su paciencia para observar durante días y días. Para él el universo siempre es crisálida a punto de transformarse en otra cosa. Mira y pinta esa extrañeza, sin la cual no hay pensamiento. O tal vez tan sólo su dulce espera.
Su actitud ante la vida es contemplativa y también constructiva. Le gusta hacer – pintar en este caso – y ver qué ocurre, sin juicio, ilusión o melancolía, percibiendo intacto el misterio auténtico que ofrece el deseo de conocer cuando se convierte en una experiencia científica, artística o espiritual.
Aunque en los últimos cuadros la representación regresa al primer plano y las figuras adquieren vida casi con rabia. [Sin título, 54 ], enfrentándose a lo que miran con tensión. Las formas se despegan del anonimato y el contraste entre el color y el fondo monocromo es más intenso. Uno de los personajes se vuelve e interroga. [Sin título, 59] ¿Qué tratan de penetrar esos ojos? Ya no es el silencio quien interpela al espectador, sino algo aún sin forma, como una gota de agua que está a punto de rebasar un vaso. ¿Tal vez aflora la conciencia?
Ramón Mayrata